LOS ULTIMOS DIAS DE RAMIRO LEDESMA
En Madrid se veía lo que sucedía en España
entera. En unas ciudades eran unos los vencedores temporales, en otras lo eran
los contrarios, pero en todas se vivió la tensión de unos días en los que
España lloró sangre, batiéndose en duelo inevitable en su interior. Era 19 de
julio de 1936, y el fratricidio ya no tenía vuelta atrás.
El eco de los tiros llegaba al número tres de
Santa Juliana, como si del redoble de tambores en el fragor de una batalla se
tratase, entonando una melodía macabra que a todos estremecía. Al son de estos
bélicos acordes, a las dos de la madrugada, paseaba Ramiro Ledesma preocupado
por el salón. Parecía cargar sobre sus anchos hombros toda la lucha de los
últimos años, desde que fundara las La Conquista del Estado hasta que organizara las
JONS, de La Patria Libre
a la fusión con Falange Española, de Nuestra Revolución a la reorganización de
sus células jonsistas. Junto a él, en la habitación, estaba también Navarro
Ruiz, sentado en un sillón ancho, intentando convencerle de que se alejara de
Madrid.
- ¿Por qué no te refugias en una embajada? Ya te lo hemos dicho, te buscan y
no durarás mucho así…- Yo no tengo nada que hacer en una embajada.
…Y todo seguía igual. Indefectiblemente lacónico,
disfrazaba un profundo sentimiento con parquedad provocada. Llegaba a
incomodarle que le insistieran con huir y esconderse. Podía acceder a algunas
cosas, pero no iba a esconderse, no iba a sucumbir. Pensaba organizar la acción
tal y como había previsto días atrás en el despacho de la calle Príncipe,
cuando, preparando el segundo número de Nuestra Revolución, su última
iniciativa, le comunicaron la muerte -el asesinato- de Calvo Sotelo. Entonces,
haciendo gala de ese espíritu crítico que le permitía ver más allá de los
simples hechos, tras quedarse unos instantes inmóvil y silencioso, le dijo a
Guillén:
- Puedes dejar de escribir, el número dos no se
publicará. Hay que dejar la pluma y tomar las armas, cambiar la teoría por la
acción.
Y así fue. El día once había salido el primer
número de lo que pretendía ser el banderín de enganche para
anarcosindicalistas. Si para sacar a la calle el periódico La Patria Libre tuvo que
vender su Royal Enfield, aquella mimada motocicleta en la que recorría España
con temeridad, por este periódico iba a dar su vida. Por sacarlo adelante,
quedándose en Madrid, redujo las posibilidades de salir con vida de aquellos
días en los que crujían los resortes de la historia patria mientras sus hijos
se lanzaban a una guerra de envidias, rencores y odios. Podría estar en Galicia
si hubiera aceptado la invitación que Souto Villas le hizo para veranear allí.
Pero él, entregado a la lucha y sacrificando su tiempo por una causa, decidió
no ir con tal de sacar su periódico.
Ahora que sabían que estaba en la pensión, la
prioridad era encontrar un sitio para vivir y, el día siguiente, se trasladó de
forma provisional a casa de su hermano José Manuel, en la calle Ponzano. La
familia de su hermano estaba en Cercedilla de vacaciones e intentaba volver a
Madrid cuanto antes. Como precaución, accedió a pelarse al rape, eliminando ese
característico mechón de pelo, y a recuperar unas gafas que desaparecieron
tiempo atrás en pro de un aspecto más marcial. Además, llevaría la
documentación de su camarada y amigo Compte, administrador de las viejas
revistas jonsistas.
Así que en Ponzano, solo con su hermano José
Manuel, eterno compañero, cerraba por la noche las contraventanas o se bajaba a
la portería a escribir. Y los días pasaban. Él solía ir por la tarde a la
cafetería Fuyma, en la Gran
Vía , que era un oasis en medio de la tensión callejera. No le
gustaba quedarse encerrado en casa. Después, paseaba por las calles llenas de
milicianos e incluso se atrevió algún día a volver por Santa Juliana, enclavada
en pleno territorio rojo, para abrazar a su madre. Con su ropa holgada, sus
jerseys pajizos y su boina, sabiendo que le buscaban, sorteaba el peligro con
indiferencia para llegar a ella. En casa nunca había hablado mucho, pero la
pasión la llevaba, como en todo, por dentro. Y la saca a relucir con detalles
como este.
Esquivar a las patrullas rojas iba a ser posible
lo que restaba de julio, hasta que le detuvieran el primero de agosto con su
hermano José, su camarada y compañero, a quien dictó el manuscrito del Discurso
a las Juventudes de España, con quien compartiría noches de intertidumbre, con
quien iba al cine, con quien pasaba tardes escuchando a Wagner,… Lo peor no era
que lo detuvieran, lo peor era lo que vendría inevitablemente después.
Detenciones había tenido ya suficientes como para no temerlas.
- ¡Alto! ¡Alto! ¡Quietos!
Los han pillado. Han sido poco más de diez los
días que han pasado cruzándose piquetes y grupos de milicianos y viendo en cada
uno de ellos a los que les buscaban, hasta que lo han hecho. Dos semanas
creyendo ver a la vuelta de cada esquina a sus matones particulares, a su
guardia non grata. Pero no le reconocen. Ellos ven a su hermano y a un
pistolero fascista. Tan ciegos estaban que, buscando lo imposible, ven en las
iniciales del sombrero de Ramiro, R. L., la prueba irrefutable de que es un
guardaespaldas de “ese de Falange”, es decir, de sí mismo. Entrega la
documentación falsa, la cartilla militar de Enrique Compte, y se presenta como
un amigo de Ledesma que iba a devolverle el sombrero. Entretanto, los dos
hermanos intentan entrar en la comisaría que había allí cerca. No lo logran,
pero sí que un policía secreto se interese y se empeñe en que sean detenidos de
la Dirección General
de Seguridad.
Entonces, les llevan al cuartel del regimiento,
en un colegio de los Salesianos. Les preguntan por Ramiro una y otra vez,
quieren encontrarle pronto. De allí les mandan, después de veinticuatro horas,
a la Dirección
General de Seguridad, en la calle Víctor Hugo. Este edificio
le trae muchos recuerdos a Ramiro, porque no es la primera vez que entra. Le
espera una sorpresa en las celdas del sótano: allí está, con otros camaradas,
el verdadero Enrique Compte, preso por ir indocumentado, es decir, por
sospechoso. En cuanto ve eso, Ramiro no lo duda, tiene que confesar. La vida de
su camarada depende de ello y no se arroga el derecho a sacrificarlo para
salvarse a sí mismo. Contra lo que le dicen, le ruegan y le suplican su hermano
y el propio Compte, se acerca a la puerta de la celda y pide ver al comisario.
Cuando consigue arreglar todo, Ramiro se queda tranquilo. Lo único que le
inquietaba era la situación de su amigo, así que le salva la vida a costa de la
suya.
La celda estaba llena de gente. Camaradas,
derechistas, monárquicos, carlistas,… de todo había. Sobre las once de la noche
se vuelve a abrir la puerta y entran dos nuevos. Con uno de ellos hablaría
mucho Ramiro. Se trataba de Manuel Villares, cuyo hermano Jacinto fue un
jonsista de primera hora.
El día siguiente, tres, les trasladan a la cárcel
de las Ventas, su última morada antes del destino fatal. Fueron unos meses
duros, de comidas insanas y ridículas, de condiciones duras e inhumanas, pero
Ramiro nunca se quejó. El ascetismo que corría por sus venas le hacía
mortificarse ante las circunstancias adversas y dedicarse a lo verdaderamente
importante: comprender. A veces, jugaban a los combates navales en papel
cuadriculado, a los que Ramiro siempre ganaba. Con él estaba también Ramiro
Maeztu, con quien tendría largas conversaciones, porque a Ramiro muchos le dejaron
de lado en la cárcel por ser quién era. Eso tal vez le enfurecía más que
cualquier otra adversidad. Había quien tenía miedo de que le relacionasen con
él y tener que pagar las consecuencias, pero no Maeztu, Villares y algunos
camaradas.
Tenía por aquellos días algunas preocupaciones
más definidas y presentes que otras. Sabía que no saldría vivo, pero no paraba
de imaginar posibles huidas. A veces hablaba como si aquello fuera transitorio,
como si estuviese seguro de que en poco tiempo estarían fuera, pero sabía que
todo estaba perdido. También tenía preocupaciones más trascendentales: dedicó
días al más allá, para lo que le ayudó Villares, que resultó ser sacerdote. Tal
vez aquellas conversaciones salio una conversión. Así terminó el pensador, con
problemas de orden intelectual. Todavía le dio tiempo a profetizar algo más:
- Vosotros, si os salváis, vais a quedar muy
pocos. Y los que quedéis estaréis a merced de los arribistas y logreros, que
acabarán por dominaros, y todo lo que se ha hecho por JONS y FE desaparecerá en
la inundación.
Así pasaron las semanas. Para pasar
desapercibido, recuperó su pseudónimo. Roberto Lanzas sustituyó a Ramiro
Ledesma para intentar salvarle la vida. Todos conocían a Ledesma, el temido
fascista asesino; pero nadie a Lanzas. Así, con suerte, los milicianos se
olvidarían de él. De poco sirvió, como es lógico, pero hubo que intentarlo.
Además, las visitas de su familia eran frecuentes. Su hermana Trinidad le
llevaba ropa, libros y dinero. A poca más gente había dejado él fuera. Sus
camaradas estaban casi todos presos y pocas personas se arriesgarían por ir a
verle. Tampoco tenía novia; “no tengo tiempo”, contestaba alegremente cuando le
preguntaban.
Y llegó el veintiocho de octubre. Ramiro lo dijo:
“presiento que hoy me van a matar”. ¿Otra predicción? Por la noche, cuando
estaban ya acostados en el suelo, llegaron los milicianos con una lista.
Treinta y dos nombres para ser trasladados a la prisión de Chinchilla, que era
lo que decían para ocultar la verdad.
- ¡Catorce! ¡Ramiro Ledesma!
La poca esperanza que pueda haber se desvanece
por completo. Junto a Ledesma, nombran a Ramiro Maeztu. El creador de la Hispanidad va a morir
con uno “ansioso de valores hispánicos”. Qué mejor forma. Y sale Ramiro, porque
ya de nada servía ser Roberto Lanzas, pero a medio camino se da la vuelta.
Quiere coger la chaqueta, y no le dejan. Después, en la fila, tiene oportunidad
de hablar con Maeztu por última vez, dándose ánimos para permanecer enteros.
Ramiro ve el final y lo agradece. Quiere que todo termine cuanto antes, pero no
acepta que le vean así, no quiere morir donde ellos decidan y hacerlo
obedeciéndoles. Era ya veintinueve y tocaba la hora de la muerte. Les
flanqueaban milicianos armados, camino del camión que les trasladaría. De
repente, se lanza hacia uno de los milicianos, intentando arrebatarle el fusil.
- ¡A mí me matáis donde yo quiera, no donde vosotros queráis!
Y cayó. El disparo de otro miliciano terminó con
su vida en el último arrebato de rabia, bajo un rayo de tremenda voluntad, y su
cuerpo se estrelló contra el suelo. No hubo que rematarlo, de su cráneo manaba
sangre y ya nada podía hacer. Todo había terminado. Lo recogieron y lo
llevaron, con los otros treinta y uno, al cementerio de Aravaca, donde fueron
fusilados contra el muro. Allí yace Ramiro, enterrado bajo la tierra de su
Patria, como recuerdo perpetuo del fratricidio de 1936 y homenaje a todos los
que murieron injustamente.
Al día siguiente, cuando su hermana Trinidad fue
a llevarle cosas, le dijeron que estaba en Chinchilla, como a su hermano,
cuando fue con un abogado para intentar defenderle en un proceso sin juicio ni
acusación alguna.
Tal vez la mejor definición de la muerte de
Ramiro la diera Ortega y Gasset, antiguo maestro, cuando se enteró de ella en
París: “no han matado a un hombre, han matado a un entendimiento”.
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